18 de septiembre de 2017

Un bronce que me sabe a oro

Nunca es fácil escribir sobre finales. Escribir sobre todo lo demás, en un contexto de continuidad, no exige tanto como buscar la palabra perfecta que cierre el párrafo que termina. Es muy complicado escribir el último capítulo de una historia que nos encanta y que no queremos que termine… tal vez es tan duro, precisamente, porque no queremos que se acabe.
“Es la final del campeonato del mundo junior… Tomen nota de todos estos nombres que están en la pista porque van a ser estrellas en un futuro inmediato […]” exclamaba un solitario Pedro Barthe retransmitiendo la final del Campeonato del Mundo Junior de Baloncesto una tarde de verano de 1999.

En aquel partido, la Selección Española Junior ponía en pista a algunos de los nombres que estaban destinados a marcar un antes y un después en la historia del baloncesto: Raúl López, Pau Gasol, Carlos Cabezas, Antonio Bueno, Felipe Reyes, Germán Gabriel, Juan Carlos Navarro… España ganó aquella final a Estados Unidos y nada fue lo mismo desde entonces. 

Aquellos chicos se negaron a que su trayectoria permaneciera anclada al final del pasado siglo y construyeron su propia historia. Lo hicieron con amarguras y alegrías, claro, porque el deporte no es sino una más de todas las facetas de la vida, pero marcaron su terreno y establecieron su propia dinastía. Fueron los mejores.

18 veranos después, Juan Carlos Navarro anunciaba que la recién terminada edición del Eurobasket sería la última ocasión en que vestiría la camiseta de España. Sigue el camino que otros ya han tomado y que otros tomarán, puesto que estamos en época de relevo. Vienen a mi memoria muchas tardes de baloncesto en Madrid, una madrugada en el Hotel El Cid y sobre todo, muchas horas al teléfono con mi familia, viviendo juntos y construyendo recuerdos en torno a quienes levantaban medallas y trofeos, prácticamente, verano tras verano.

Así que aquí estoy, sentado frente al teclado del ordenador, una mañana de septiembre en Niza. Consciente de que lo que escribimos cada verano sobre la Selección Española de Baloncesto está más que nunca sometido a las exigencias del tiempo. Tal vez todo en la vida está sometido a esas exigencias.

Septiembre se lleva el verano, el sol, las vacaciones y también, las ilusiones deportivas. Pero sobre todo, septiembre trae el otoño y sus días grises nos recuerdan que nada ni nadie es eterno. Nada es para siempre, ni siquiera aquello que empezó una tranquila tarde de verano de 1999. Un jovencísimo Juan Carlos Navarro capturaba uno de los últimos rebotes y se escapaba por la banda a escasos segundos del final… persiguiendo al destino y gritándole al mundo que todos estaban ahí para quedarse.

Tal vez porque el deporte forma parte de la vida o tal vez porque hemos querido formar parte de sus alegrías, fracasos, decepciones y éxitos, lo más sencillo sea darle las “gracias” por todo a Navarro, quien, con todos los demás, está escribiendo un final de bronce con tinta de plata para una irrepetible generación de oro.

La sonrisa de una leyenda