5 de octubre de 2010

Agradecer lo “evidente”. Descubrir lo importante.

Desde hace un tiempo para acá tengo en mente la creencia de que si valorásemos la Vida tan sólo la mitad de lo que la despreciamos en el día a día, nuestras vidas estarían llenas, cargadas de sentido y plenitud.

¿Alguna vez agradezco abrir los ojos por la mañana? A nadie le apetece ponerse a dar gracias por nada cuando el termómetro marca cinco grados, ha dormido cinco horas mal dormidas y no hay agua caliente en la ducha. A nadie le apetece dar gracias por lo que consideramos evidente, obvio, que es abrir los ojos y levantarse de la cama.

¿Pero eso es lo obvio? ¿Abrir los ojos cada mañana? Convierto el milagro de la vida en un mínimo de exigencia por el que no considero necesario dar gracias... Ni por esos ojos que me dan los buenos días... Ni por los brazos de quien se acerca a despertarme… Tal vez sea difícil agradecer a nadie lo que yo considero mínimo exigible. Lo que yo convierto en mínimo exigible.

Y de tanto considerar y convertir en mínimos exigibles, un día no hay milagro de la vida, ni ojos que den los buenos días, ni brazos que se acerquen a despertarme. Entonces me doy cuenta de que no hay un mínimo exigible y de que, como reza la credencial de los peregrinos a Santiago de Compostela, cualquier detalle ha de ser agradecido. Es entonces cuando descubro que la suficiencia con la que paso mi día a día está vacía, totalmente vacía frente a los imprevistos, frente a lo verdaderamente importante, ante las auténticas malas (o buenas, en su caso) noticias.

Entonces me doy cuenta (¿y nos daremos cuenta lo suficiente algún día?) de que el saber, el aprender, y el conocer, son insuficientes ante esos imprevistos. Que las sonrisas no aparecen por saber explicar por qué el sol sale por el horizonte cada mañana. Que la esperanza ante la adversidad no viene dada por encontrar la fuerza necesaria para que un avión despegue. Que la fe no depende de poder explicar el efecto de una subida del tipo impositivo sobre el crecimiento económico.

Entonces, y sólo entonces, me arrepiento de la suficiencia con la que trato lo verdaderamente importante y de la importancia que le doy a todas las banalidades que nos ofrece el mundo que nos rodea.

Lo bueno (porque algo bueno hay que sacar) es que también me doy cuenta de que es un milagro que mi corazón siga latiendo las 24 horas del día.

Un milagro que no siempre estoy dispuesto a agradecer, y del que no todo el mundo puede disfrutar.

Acoge Señor en tu seno el alma de J. y alivia el dolor de su familia, amigos y conocidos.

Descansa en paz. Amén.

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