6 de junio de 2007

Angustia

Se echó hacia atrás en el sofá de su despacho, mientras encendía un cigarrillo. Había sido un día muy largo y su espalda comenzaba a pedirle descanso, y ahora que tenía un rato para estar tranquilo y solo sin nadie que le molestara, quería aprovechar para descansar; la radio daba las noticias, el informativo de las doce de la madrugada.

Observó el reloj y se fijó en las agujas; marcaban las doce en punto, mientras que el secundero se desplazaba lenta pero imparablemente. 1 segundo, 2, 3, 4, 5... en la radio hablaban sobre el comunicado que la banda armada independentista había emitido aquella misma mañana. En dicho comunicado se señalaba que la falsa tregua declarada hacía unos meses estaría terminada a partir de las 12 de la noche del día 6 de junio. Durante todo el día se había establecido un estado de alerta y control policial en todos los puntos estratégicos del país; “prioridad 2”, había sido la orden. El teléfono, con su irritante sonido de timbre que abrasa los oídos después de una noche en la que no se ha dormido bien, no había parado de sonar; primero fueron los encargados de la seguridad de los edificios públicos, preguntando por el procedimiento que había de seguirse; a continuación fue la Secretaría del Estado para pedir información y tomar medidas al respecto; y por último, y de forma ininterrumpida desde el mediodía hasta las once de la noche, la prensa y los periodistas, llamando dos o tres veces desde la misma casa editorial preguntando una y otra vez los datos que estaban ya hartos de repetir: la Banda ponía fin a la tregua, el Gobierno no había cumplido lo pactado, y el pueblo al que (decían) defendían merecía estar libre de un sistema antidemocrático y fascista.

Su mirada estaba perdida entre los cristales de la ventana. Las farolas de la calle iluminaban las tinieblas de una noche que no iba a ser menos larga que el día que acababa de terminar. De vez en cuando pasaba algún individuo dando un paseo nocturno con su perro, incluso llegó a ver a un par de peatones corriendo por las oscuras calles de la ciudad a tan extrañas horas. “Seguro que algunos ni siquiera se han enterado de la noticia”, pensó. “Y de los que se han enterado, me apuesto la mesa de mi oficina a que ni la mitad alcanzan a entender las verdaderas consecuencias que tiene”. Miró su reloj, las doce y trece de la madrugada. Vio a su compañero acercarse por el pasillo del piso con cara cansada y preocupada, trayendo papeles en la mano.

Todo volvía a empezar.

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